21 DE DICIEMBRE TODOS LOS DÍAS
Dejé de correr y descubrí, de
pronto, que el mundo había terminado hace mucho
pero mucho mucho,
mucho adelante
mucho atrás,
dejándome el embriagador consuelo de entender que nunca llegamos a mirarnos con los ojos desorbitados, carcomidos por la ansiedad, en oposición directa a todos los abrazos que de jóvenes (y fuertes) pudimos regalar, en la rebeldía más tonta,
pero mucho mucho,
mucho adelante
mucho atrás,
dejándome el embriagador consuelo de entender que nunca llegamos a mirarnos con los ojos desorbitados, carcomidos por la ansiedad, en oposición directa a todos los abrazos que de jóvenes (y fuertes) pudimos regalar, en la rebeldía más tonta,
inocente
causal;
entender que nunca se gastaron las palabras y siempre persistió el instante previo, cuando ensayábamos los chistes, desafiando los límites de la cordura-locura, entre la carcajada y el berrinche, en el exceso de la sanidad;
entender que nunca estuvimos en la misma habitación sin sentirnos de verdad, como si cada uno fuera la resaca del otro y no esa empatía desbocada de tomar licor y fumar sentados en la ventana, imaginando todo,
sin imaginar más;
entender que nunca quedé suspendido en el abismo, con vos aferrada a una de mis manos y la magia prendida de la otra, ya sin poder soportar, ya sin ser el héroe que alguna vez, sin esfuerzo, te llevó de vacaciones a la más infinita y hermosa profundidad,
sin linternas,
sin amuletos,
sin un plan;
entender que nunca llegamos a tomarnos en serio las noticias para dejar de llorar de risa en cada madrugada, con dibujos animados, con pelis y personajes, que seguro nos amaron, tanto como pudimos amar;
entender que nunca nos sumamos a la moda de los grandes auriculares desapasionados, abandonando la danza torpe, la excitación del martilleo en el cerebro, en las bolas, en el corazón,
la única melodía
que aprendí
a
bailar:
entender que nunca dejamos de tener el poder para controlar el clima, porque en los pequeños detalles se esconde la epifanía, y teníamos la valiente cobardía del que cree sin haberse propuesto creer, y nunca precisamos abrir un diario
con los dedos cruzados,
para ver si iba a llover;
entender que nunca nos transformamos en el ejército de caridad que rescata certezas desnutridas con ese resignado/tonto/hipócrita sentido de la solidaridad, habiendo guardado el traje de Godzilla con el que supimos destruir la ciudad;
entender que nunca me resultó insoportable el insomnio, que nunca se fueron las historias que se tejían en el techo, frente a mis fascinadas pupilas,
tan acostumbradas,
a la oscuridad,
con tu respiración marcando el ritmo de mi próxima obsesión,
el humo
ya sin paz;
entender que nos desintegró toda la intensidad y el resto fue la pesadilla de un cuerpo sin vida
que no pudo evitar avanzar
por inercia
o morbosa
-bendita-
curiosidad.
causal;
entender que nunca se gastaron las palabras y siempre persistió el instante previo, cuando ensayábamos los chistes, desafiando los límites de la cordura-locura, entre la carcajada y el berrinche, en el exceso de la sanidad;
entender que nunca estuvimos en la misma habitación sin sentirnos de verdad, como si cada uno fuera la resaca del otro y no esa empatía desbocada de tomar licor y fumar sentados en la ventana, imaginando todo,
sin imaginar más;
entender que nunca quedé suspendido en el abismo, con vos aferrada a una de mis manos y la magia prendida de la otra, ya sin poder soportar, ya sin ser el héroe que alguna vez, sin esfuerzo, te llevó de vacaciones a la más infinita y hermosa profundidad,
sin linternas,
sin amuletos,
sin un plan;
entender que nunca llegamos a tomarnos en serio las noticias para dejar de llorar de risa en cada madrugada, con dibujos animados, con pelis y personajes, que seguro nos amaron, tanto como pudimos amar;
entender que nunca nos sumamos a la moda de los grandes auriculares desapasionados, abandonando la danza torpe, la excitación del martilleo en el cerebro, en las bolas, en el corazón,
la única melodía
que aprendí
a
bailar:
entender que nunca dejamos de tener el poder para controlar el clima, porque en los pequeños detalles se esconde la epifanía, y teníamos la valiente cobardía del que cree sin haberse propuesto creer, y nunca precisamos abrir un diario
con los dedos cruzados,
para ver si iba a llover;
entender que nunca nos transformamos en el ejército de caridad que rescata certezas desnutridas con ese resignado/tonto/hipócrita sentido de la solidaridad, habiendo guardado el traje de Godzilla con el que supimos destruir la ciudad;
entender que nunca me resultó insoportable el insomnio, que nunca se fueron las historias que se tejían en el techo, frente a mis fascinadas pupilas,
tan acostumbradas,
a la oscuridad,
con tu respiración marcando el ritmo de mi próxima obsesión,
el humo
ya sin paz;
entender que nos desintegró toda la intensidad y el resto fue la pesadilla de un cuerpo sin vida
que no pudo evitar avanzar
por inercia
o morbosa
-bendita-
curiosidad.
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