hacemucho

21 oct 2012


21 DE DICIEMBRE TODOS LOS DÍAS


Dejé de correr y descubrí, de pronto, que el mundo había terminado hace mucho
pero mucho mucho,
mucho adelante
mucho atrás,
dejándome el embriagador consuelo de entender que nunca llegamos a mirarnos con los ojos desorbitados, carcomidos por la ansiedad, en oposición directa a todos los abrazos que de jóvenes (y fuertes) pudimos regalar, en la rebeldía más tonta,
inocente
causal;
entender que nunca se gastaron las palabras y siempre persistió el instante previo, cuando ensayábamos los chistes, desafiando los límites de la cordura-locura, entre la carcajada y el berrinche, en el exceso de la sanidad; 
entender que nunca estuvimos en la misma habitación sin sentirnos de verdad, como si cada uno fuera la resaca del otro y no esa empatía desbocada de tomar licor y fumar sentados en la ventana, imaginando todo, 
sin imaginar más;
entender que nunca quedé suspendido en el abismo, con vos aferrada a una de mis manos y la magia prendida de la otra, ya sin poder soportar, ya sin ser el héroe que alguna vez, sin esfuerzo, te llevó de vacaciones a la más infinita y hermosa profundidad,
sin linternas,
sin amuletos,
sin un plan;
entender que nunca llegamos a tomarnos en serio las noticias para dejar de llorar de risa en cada madrugada, con dibujos animados, con pelis y personajes, que seguro nos amaron, tanto como pudimos amar;
entender que nunca nos sumamos a la moda de los grandes auriculares desapasionados, abandonando la danza torpe, la excitación del martilleo en el cerebro, en las bolas, en el corazón, 
la única melodía
que aprendí
a
bailar:
entender que nunca dejamos de tener el poder para controlar el clima, porque en los pequeños detalles se esconde la epifanía, y teníamos la valiente cobardía del que cree sin haberse propuesto creer, y nunca precisamos abrir un diario
con los dedos cruzados,
para ver si iba a llover;
entender que nunca nos transformamos en el ejército de caridad que rescata certezas desnutridas con ese resignado/tonto/hipócrita sentido de la solidaridad, habiendo guardado el traje de Godzilla con el que supimos destruir la ciudad;
entender que nunca me resultó insoportable el insomnio, que nunca se fueron las historias que se tejían en el techo, frente a mis fascinadas pupilas, 
tan acostumbradas, 
a la oscuridad,
con tu respiración marcando el ritmo de mi próxima obsesión,
el humo
ya sin paz;
entender que nos desintegró toda la intensidad y el resto fue la pesadilla de un cuerpo sin vida
que no pudo evitar avanzar
por inercia
o morbosa
-bendita-
curiosidad.

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