LAS PÁGINAS ARRANCADAS
[el día que robé en la biblioteca no me sentí mal]
La
muerte, la noche, las estrellas y los libros que quedaron callados, con el
olvido de la madrugada, con la apertura de otra dimensión, a otro lugar, el
mismo de siempre: vivir un día, tras otro, hasta que pierde sentido, hasta que
se vuelve matemáticas, hasta que hacer la tarea lastima, hasta que pedís
faltar, con fiebre de verdad o fiebre de mentira, hasta hacerte la rata y
descubrir que afuera no había nada, que lo
que fue, terminó, que lo ansiado envejece, casi tanto como vos, y los sueños no
perduran porque también llevan un calendario atado al cuello y un par de agujas
desgarrando la piel, en ambas direcciones, haciendo que nieve sobre los
amaneceres de toda esa escena mil veces ensayada, tan pasada de moda, ya sin
emoción, contundente pero de cartón, con el decorado demasiado decorado y la
basura asomando, los cadáveres sonriendo, como zombies deprimidos, sin pastis,
tendiendo la mano, vendiéndote boletos para un parque de diversiones que se cae
a pedazos, cargado de fantasmas, agonizante, chirriante y lleno de estática,
igual que tus auriculares, que se vuelven uno con vos y te hablan de drogas
tecnológicas y de salón, de los afiches de esa época en la que empezaste a
dejar pasar, los graffitis de esas bandas, cuando la rebeldía empezaba a ser un
arma de doble filo, un deporte medio pelotudo en una olimpiada demasiado
planificada, sin medallas ni fuegos artificiales, pero con un constante
desafío: el de competir, por algo, por alguien, por cualquier cosa que fuera un
poco estúpida, para que nadie se asuste, como se asustan tus pasos al no poder
recorrer de memoria el camino a casa, con esa frustración tan típica de las
aulas, con la mirada de todos clavadas, con temor a que el adulto, tan lejano,
niegue, con temor a que el compañero de banco se ría, con temor a pasar
desapercibido por esa piba, que no te importa pero está buena, como las tardes
con ventanas cerradas, como cerradas están ahora las plazas, convertidas en
cenizas, ya sin la aventura, sin el pensamiento feliz de que serían selva si
nadie las cuidara, pero las cuidaron lo suficiente, para que significaran lo
que debían significar, después quedó el teatro en desuso, un pueblo vacío, que
no dejamos de llenar, con ecos, con nombres que inventamos, después de olvidar
las sílabas que de otro modo repetirías hasta llorar, llorar y llorar, como una
lluvia insuficiente y perfecta, como la metida de pata, como las poesías del
límite, como la chance de ignorar que el apocalipsis no es uno y siempre es
más, como la muerte, la noche, las estrellas y los libros que quedaron callados
y
sin
piedad.