COSECHA-BARDO
Dejo los
temblores, debajo de la almohada, con la carta que me escribió mi amigo
imaginario el día que se suicidó, porque yo era muy aburrido.
Le llevo flores siempre, ¿sabías? Y bailo sobre su tumba, para compensar todo
el tiempo en que le di vuelta la cara… Bailo porque es lo que él hubiera
querido; lo que él hubiera hecho en mi lugar.
“pero olvídate, yo no me mato ni en pedo… todavía hay muchas cosas que
me gustaría morir
(y, algunas, con vos)”
Dejo los suspiros en un mueble viejo, que antes
guardaba las revistas que compraba y no leía, los cuadernos tímidos, de tapa
roja, los libros feroces, los licores de fuego (bautismo: bienvenido al resto de
tu vida).
Del pasado guardo el recuerdo
de lo que recordé una tarde, cuando jugué a
recordar
lo que seguro recordaría
en
un
futuro.
Ahora.
Así que dejo la alergia, la paranoia, la cara de
miedo que siempre me vendió, las palabras susurradas, los gritos necios, los
intentos fallidos, los golpes contra la pared, las paredes escritas, las
monedas gastadas en juegos de sacar muñecos con pinzas flojas, los exorcismos,
cuando yo vomitaba mi propia cara, cuando yo me decía: “¡calmate puta!”,
y no me daba ni cinco de pelota.
Dejo esas pajas con videos amateurs, que siempre me
resultaron tristes, que siempre redundaron, cerca del final, en pensamientos
pelotudos
(“¿seguirán juntos esos dos?”)
Dejo.
Riego.
Me desparramo.
Dinamito.
Y espero, tranquilo, que alguien, algún día, pise
un fragmento de mí,
que me descubras,
por error,
y pierdas una pierna, una mano,
la cabeza,
el corazón.
Dejo.