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Mi
Guía espiritual, en forma de Tortuga gigante, parado sobre sus patas traseras,
me observó con detenimiento y luego exclamó, con una voz que me recordó a la de
mi mejor amigo, que había muerto en un accidente de tránsito hacía unos tres
años:
—La
velocidad es la variable que separa la realidad de una alucinación…
Como
siempre que mi Guía espiritual hablaba sentí que entendía el mensaje de modo muy completo... Tuve ganas de llamar a
alguien (a quien fuera) para gritar con entusiasmo un montón de cosas… Paisajes
cargados de colores intensos, sonidos lejanos pero concisos. Un fósil del
futuro que brillaba bajo la Luna
de un desierto que respiraba profundo. El corazón del Mundo, cansado,
envejecido, pero vivo. Agonizante, pero resistente…
“El
Mundo es valiente”, me dije.
A
la vez supe que todo aquello de la velocidad no significaba nada, podía ser
cualquier cosa, no era certeza, no era respuesta, no era epifanía. Era otra
angustia, otra foto para mirar a la madrugada, más cenizas esparcidas en la
mesa ya gastada por los golpes nerviosos de mis dedos, un sahumerio mal oliente
que llenaba la casa con una energía de mierda. Era el eco de mis pasos
circulares en el patio, atrapado, enjaulado.
“Me
está hablando una tortuga, ¿qué puedo esperar?”, me dije, desconsolado. Otro
pensamiento, veloz: “¿Qué estoy haciendo? Mañana tengo que levantarme temprano,
tengo que ir al trabajo…”.
Me
dejé caer de espaldas, directo al sillón, me hundí. Miré a la Tortuga , dolido.
—Hijo
de puta… Así no va… Si seguimos así nunca vamos a llegar a ningún lado… Odio
las drogas.
La
tortuga me sonrió, se encogió de hombros y no sé de dónde sacó un enorme porro.
Lo prendió, con concentración sabia.
“Claro”,
me dije, “Me está hablando una tortuga…”.
Eso
era todo lo importante… Las líneas que seguían eran injustificadas, no podían
sostenerse si la premisa de apertura se daba por sentada.
El
mañana volvió a desaparecer de mi cabeza, se evaporó, para dejar la ausencia
temporal, el presente vacío. Volví al agujero negro de mis pupilas dilatadas.
—La
velocidad es la variable que separa la realidad de una alucinación…
Y
de pronto ya no estaba en el sillón, estaba sobre el lomo de un enorme Conejo.
La habitación no estaba, mi Guía se había largado. Me aferré fuerte al pelaje
blanco, justo al tiempo que el gran bicho orejudo empezaba a saltar, moviéndose
con rapidez.
Cerré
los ojos, sentí el aire en el rostro.
—No
vamos a perder esta carrera… —soltó, desafiante.
Cuando
me animé a ver vislumbré los árboles que se volvían manchones borrosos a
nuestros costados.
—Nos
vamos a hacer mierda…
—No
si logramos llegar al Fin del Principio Absoluto…
—¿Lo
qué?
Y
lo ví… Salimos del bosque y la meta quedó expuesta, sublime: era un precipicio.
El precipicio, la caída definitiva,
el Fin del Mundo, el cementerio de los Arco Iris.
Me
aferré con más fuerza, le dediqué una puteada sincera a mi maestra de primer
grado.
—Vamos
a lograrlo… No vamos a perder esta carrera…
—La…
Velocidad… Es… La… Variable… Que…
Pero
no pude seguir. Saltamos. Y sólo pude gritar, con todas mis fuerzas,
desgarrando la garganta, lastimando los oídos de la piba que nunca dejó de
estar enamorada de mi, los oídos de mamá y papá…
“Cuánta
gente que nos quiere, nos espera, y no conoce nada de nosotros… Cuántas cosas
que no somos…”.
Nos
abrazó el negro, el violeta, las estrellas… Me separé del Conejo enorme, que
giró sobre si mismo y me sonrió triunfante, mientras caíamos… Luego me guiñó un
ojo y explotó, cubriendo al Universo Primario de mariposas albinas que se
abalanzaron sobre mí, juguetonas… Estallaban como burbujas si las tocaba y eso
me llenó de una tristeza abrumadora. Lloré en la inmensidad, que es desolador e
intenso... La conciencia del dolor que nadie nunca podrá conocer es bella: no
hay testigos para nuestra esencia.
Lloré
hasta que me dolió y las lágrimas fueron arena. Los ojos se hicieron sangre y
no tardé nada en dejar de estar en el Infinito para quedar atrapado en un Reloj
de Arena Ancestral. Me escurrí, la arena se multiplicó, se me metió en la boca,
me ahogué… Fluí. Caí, sin poder evitarlo. Reboté, de un lado a otro, atravesé
el centro más de un millón de veces.
“Esto
no va a detenerse jamás… El reloj va a seguir girando aún cuando no haya
Tiempo…”.
Y
entonces, capaz que para contradecirme, quizás para darme la razón, el reloj
estalló y todo se volvió fragmentos de cristal. Todo se hizo añicos, TODO.
—Armalo.
La
voz venía de norte, sur, este, oeste.
“¿Armalo?”.
Me
fijé en los pedazos de vidrio que flotaban a mi lado.
—Si
no lo armo, yo también podría romperme… —le dije a la Nada.
—Por
fin nos entendemos…
Respiré
profundo. Me concentré.
Y
lo armé.
Negrura.
La
sensación, en la boca del estómago, de estar moviéndome.
Algo
frío bajo mis dedos, vértigo.
Abrí
los ojos y lo primero que vi fue mi mano: estaba estirada, delante de mí.
Estaba posada sobre el parabrisas. Me giré de inmediato.
Estaba
en el asiento de acompañante de un auto que reconocí al toque. La Tortuga (mi Guía) estaba a
mi lado, manejando, los ojos achinados. A nuestro alrededor noche profunda,
ruta.
—Dale,
armalo…
En
mi mano libre sostenía un liyo sin cerrar con una gran cantidad de marihuana en
su interior.
Extrañado,
sin dejar de caer (aún no), saqué mi mano del parabrisas y obedecí.
(Mientras
pasaba la lengua por el pegamento mi vista se topo con el velocímetro, cuya
aguja buscaba besar, ansiosa, los números más altos)
Me
quedó un buen cigarro: un poco deforme, pero digno.
—Me
gusta tu forma de Tortuga…
Mi
Guía me observó.
—¿Qué
decis? —sonrió—. Estás re puesto…
Iba
a decirle que no estaba puesto… Pero entoncés vi que las luces del auto sacaban
un destelló en algo que estaba a unos metros. Entendí. No es que estuviera
puesto: estaba del orto. Mal.
—¡FRENÁ!
—¿Qué?
—¡Tirate
a banquina y FRENÁ!
—Pará,
tranquilizate…
—¡FRENÁ
TORTUGA PUTA!
Inmediatamente
un auto nos pasó.
—¿Qué
carajo te pasa?
—Callate
y mirá…
Unos
cuantos metros adelante un conejo blanco (el destello) saltó de la oscuridad a
la ruta. El vehículo que acababa de pasarnos tiró un volantazo para esquivarlo,
en vano, pisó la grava del costado, perdió el control (se escuchó un chirrido)
y se estrelló con fuerza contra un árbol. El parabrisas estalló.
—Mierda…
¿Cómo sabías qué…?
—La
velocidad es la variable que separa la realidad de una alucinación…
—Me
empezás a asustar…
Sonreí…
Me fijé en el auto destrozado, pensé en el conductor sin vida. No pude sentir
compasión. Estaba feliz. Saqué un encendedor y prendí el porro.
—Pude
llegar a tiempo… Ahora tu voz ya no me recuerda a alguien que no está…
—Yo
tampoco hubiera tenido los reflejos para esquivarlo… —susurró mi acompañante.
Miró el faso, con temor—. Esa poronga podría habernos matado…
—Esto
nos salvó la vida…
Empecé
a reírme a carcajadas, sin poder evitarlo, mientras un humo espeso comenzaba a
cubrir el accidente. Me reí hasta que recordé algo. Entonces me puse muy serio.
—¿Qué
pasa? —preguntó mi mejor amigo, que sostenía la vista en el frente, en un
estado de semi shock.
—Me
acabo de dar cuenta de que en tres años voy a tener un laburo de mierda…
Di
una larga pitada.
Ese
día, como todos, fue el principio del Futuro.
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