93

1 dic 2010

TE VAN A COMER LOS PIOJOS


[Me adormecía en el bondi, hasta las bolas de alguna cosa fuerte, cargado hasta las cejas, confundiendo segundos por minutos. Cada semáforo eterno, largo, insoportable. Todo cámara lenta, las voces pausadas, ralentizadas y graves. Todo incomprensible. Y yo subido a un caracol, sin cazar una puta palabra, sufriendo en cada esquina… o capaz que estaba subido a un jet que iba a la velocidad del sonido y el resto (por contraposición) se había vuelto una representación cuadro por cuadro de la vida.
Esa era mi cabeza. La realidad era que iba en un bondi, no importa cuál, cualquiera. Y me adormecía.
Cabeceaba y rebotaba contra la ventanilla, entregado a los rayos de Sol, sin oponer ni una pizca de resistencia.
(“Mañana me van a arder las mejillas…”
Me importó un huevo.)
Había salido de casa con una meta bien clara… de a poco, en mi acalorado cerebro, esa meta se había transformado en un concepto: el lugar físico había desaparecido de mi mapa de referencia. Iba a buscar lo imposible.
Me sorprendió, no por primera vez, que mis días fueran tan fraccionados. Perdía destinos, ganaba esperanzas, terminaba confundido, con alguna victoria digna de perdedor solitario. A veces la sorpresa era el pilar de una carcajada sincera, en un lugar desconocido, ajeno a mis proyectos, espontáneo, puro. A veces todo, pero TODO estaba mal. TODO.
Miré el boleto (muy maltratado entre mis dedos) para recordarme la línea a la que me había subido.
93. Eso no despertó ninguna pista, sólo la voz de mi abuela (aquella buena señora de corazón grande y ojos cansados que jamás se hubiera imaginado a un nieto que fuera incapaz de de recordar su salida del sábado por la tarde):
-El 93 es “El Enamorado”…
-Abuela, dejá de apostar que te van a comer los piojos…
Pero claro, ¿cómo carajo podía escucharme mi abuela si de nuestro último encuentro nos separaban dos años, cincuenta y siete kilómetros al sur y tres metros bajo tierra?
-Perdón, ¿qué decías?
Me giré. A mi lado había una mujer, con una pequeña sentada en su regazo.
-Nada –respondí rápido.
-Dijiste algo…
-Sí, pero era una pavada…
“¿Hablé en voz alta?”
-Decime… Dale.
La mina me miró muy fijo y me guiñó un ojo. Inmediatamente me fijé en la niña, que por suerte estaba muy distraída, despegando unas publicidades que alguien había pegado en el respaldo del asiento delantero.
Volví a la mujer. Se pasó la lengua por los labios, muy despacio. A pesar de que tenía mas de treinta (capaz más de cuarenta) se me paró la pija. Sí, de una, al toque, sin dudas.
-Estaba hablando con mi abuela muerta…
Ella sonrió y negó con la cabeza. Me miró con reproche (“¡Carajo! Mirando así se parece a mamá…”) y luego se mordió el labio inferior. Me miró la chota y se relamió. No pude evitar volver a mirar a la niña, con rubor en las mejillas.
-¿A dónde vas? –su tono había cambiado; era más profundo. Sexy de un modo raro.
-Voy a que me coman los piojos…
Otra vez la sonrisa.
-Debés de tener un pene muy largo…
Noté de reflejo como la nenita en su regazo se giraba para mirarme y me volteé instintivamente. Clavé mi vista en la ventana. Me sentí acosado, aunque había creído, hasta ese momento, que un tipo como yo, siempre con ganas de garchar, nunca, jamás, podría ser acosado. Me equivoqué… Porque me equivoco en todo. Las cosas son así: basta con que tenga una convicción para que los pilares se me derrumben… Levanto mi casa de cero, una y otra vez, apático, siempre haciéndolo bien, siempre con ganas de tener un hogar, algo perdurable.
(“Hogar… ¿Estás ahí?”
Silencio.)
Me concentré en el paisaje que pasaba ante mis ojos. Los signos de pregunta se anidaban, me picaban, me enfermaban, me infectaban. Los signos de pregunta son veneno en estado puro.
Las personas, tan lejanas, tan bien vestidas, tan seguras, tan inseguras, tan inestables, siguiendo un lazo invisible, caminando sobre sus propios pasos, el camino de siempre, con la cabeza lejos de ahí, lejos de mi, lejos de todo… ¿Cómo buscar comprensión en un Mundo así? Y los edificios, tan altos, imponentes, recordándonos que necesitamos dónde caer muertos, dónde cagar, dónde llorar sin que nadie se entere que por algunos segundos pensamos en ya no seguir con esta farsa… Necesitamos pertenencia y firmamos un contrato de alquiler y es lo máximo que podemos conquistar en esta cruel realidad donde toda la basura tiene dueño y el Sol sigue solitario… Negocios. Negocios de ropa, negocios de artículos de limpieza, sex shops, lugares donde comer, farmacias para comprar medicamentos y mezclarlos con alcohol y gritarle a la noche que ya fué.
¡YA FUE, NOCHE! ¡TODO ESTO YA FUE!
Una plaza. Mi corazón se calmó. Me calman las plazas. Suelo ir a las plazas a escribir.
Una sensación extraña. Casi un dejá vù, pero multiplicado. Un orgasmo cuando estás drogado.
“Esos bancos… Los árboles… Es tan familiar… Como sí…”
Mi alma se congeló.
Ahí, sentado bajo la sombra del árbol más grande, estaba yo, cruzado de piernas, un cuaderno delante. Escribía. Sonreía. Yo era un pelotudo feliz, en medio de ese Caos.
Me sentí conmovido a un nivel inexplicable.
-¿Esa es la cara que pongo cuando escribo?
Me acribillé con la vista, me envidié, me aplaudí.
“¿Qué hago yo ahí?”
“¿Yo estuve ahí?”
“¿Yo voy a estar ahí?”
Mi voz, con cada pregunta, perdía identidad. Siempre era otra voz.
De pronto sentí algo sobre la pierna: era la mano de la mujer que viajaba a mi lado. La miré. Se las había ingeniado para estirarse la blusa y dejar una teta casi al descubierto. La nenita estaba, otra vez, muy ocupada con la publicidad que se negaba a retirarse de allí.
-¿Qué pasa? ¿Tenés novia? –un leve dolor se percibía en ella. Me dolió. A veces el dolor del otro te duele. A veces no estamos TAN solos. A veces sí, y es la mayor parte del tiempo.
Y entendí. Porque en ocasiones te toca entender, sentirte un gil y dejar que la revelación te patee el culo. Fue una patada dura.
Apoyé mis dos manos contra la ventana y, a medida que nos alejábamos, desnudé la sonrisa que el yo de la plaza exhibía con impunidad, delante de toda esa gente que no valía dos pesos.
(“A vos te van a comer los piojos”.)
-Esa no es la cara que pongo cuando escribo… Esa es la cara que pongo cuando pienso en Violeta…
Violeta se ríe, se enoja, se pone triste. Violeta rompe todas nuestras fotos. Violeta siempre es hermosa.
-¿Se llama Violeta?
La plaza quedó atrás.
93. El bondí que me dejaba a una cuadra de la casa de Violeta. 93: El “Enamorado”.
La mano de la desconocida ya acariciaba mi entrepierna.
Cuando volví a mirarla las lágrimas caían de mis ojos, sin que pudiera evitarlo.
-Creo que Violeta me dejó, pero no me acuerdo por qué… La extraño mucho…
Y era verdad. Mi pecho era una brasa incandescente… pronto no sería más que cenizas. YO no sería más que cenizas.
-¿Querés venir a casa? Este colectivo no nos deja cerca, pero si combinamos con otro estamos en un pedo…
Mi sábado, mi semana ya inexistente, mis expectativas ausentes, Violeta igual de ausente, la no conciencia de continuidad… Todo un episodio aislado. Todo sin pasado ni futuro. Todo sin presente.
“¿Qué es mi vida?”
Insistente: “93.”
La plaza lejos, yo lejos, el colectivo lento, las nubes cerca, el domingo a la vuelta de la esquina, mi adolescencia consumiéndose, mi vida resumida en la mirada de un pibe soñador pero sin pelotas.
“Chau Vida, Hola 93…”
Y apostar no está tan mal. Es plata que se quema, que se va, para que pases otro día miserable, en ilusiones miserables.
Me fui a la casa de la mina triste. Presentí a su ex pareja, presentí el maletín, el traje, el prototipo. Y yo ahí, como un bicho raro, como una figurita difícil, como una anécdota forra de un día en que las hormonas están alteradas. Y me importó un huevo. Hasta es probable que yo no sea más que eso: una anécdota forra.
Pensé en Violeta todo el tiempo mientras nos garchábamos. Me acordé del día en qué nos conocimos, me acordé de ella llorando, me acordé de un regalo roto, me acordé de una noche en la playa, borrachos. Nos habíamos contados demasiados secretos. Nos habíamos hecho mierda. Mi vida nunca sería igual. Tampoco la de ella. Mierda. Dos veces MIERDA.
“¿Y por qué me dejó?”, me pregunté al tiempo que largaba mi semen sobre la cara de la tipa madura, que por las dudas había apretado fuerte los labios.
“¿Por qué me dejó?”
Y con la última gota de esperma la respuesta: “Te dejó por una infidelidad.”
“Pero yo nunca…”
“Sí… Vos sí… Y cuando te dejó te fuiste a escribir a una plaza… Tan triste que sonreíste…”.
“No, no, no, no, no…”
Y en ese anticlimax, después de estar dos horas a meta fifar, me dormí.

A la mañana siguiente me despertó la niña, la hija de la mina que no era feliz tragando leche.
-Dice mamá que te vayas.
Obedecí, de inmediato.
En mi celular tres llamadas perdidas de Violeta, dos mensajes.
1-      “¿Dónde estás?”
2-      (mucho más tarde) “No quiero verte más”
La impotencia fue electricidad, se disparó en todas direcciones.
“Al menos la salvé de mí… A mi me van a comer los piojos.”
Lloré tanto…
Combinación, plaza, a escribir.
Lo descubrí esa mañana: yo vivo al revés. Voy a morirme joven.
Abuela, te odio.]

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