5 ene 2011

El Instante Absoluto
(“Ella tenía las pupilas dilatadas”)


Debo admitir que desde un principio todo aquello me resultó extraño. No suelo tener suerte con las mujeres… No es que escapen de mi, pero la mayor parte del tiempo estoy muy confundido como para jugar a eso de la seducción. No suelo mantener la vista fija en la mirada de alguien, no puedo simular alguna charla absurda… Siempre me pareció que esas cosas significan un esfuerzo que mata la posibilidad de una empatía verdadera. Es como decir: “Hola, se que ésto es una mentira, sabés que ésto es una mentira… ¿te gustaría que siguiéramos mintiéndonos?”. En el mejor de los casos eso es lo que conseguís: expandir una mentira lo máximo posible; desafiarla, para ver que tan elástica es. Si llega a la cama, mejor. 

Había estado en la casa de un amigo de la secundaria aquella tarde. Nos habíamos cruzado en el subte y habíamos decidió que era buena idea sentarnos a conversar un rato. Él había sido un buen amigo…. La charla que tuvimos ese día en su casa aniquiló todos los buenos recuerdos. No sé cómo, pero habíamos cambiado mucho. 
Terminamos tomando vodka, hablando del pasado, jugando a los suicidas.
-Todo se fue a la mierda…
-Todo…
-Nunca me imaginé…
-No, nunca…
Tomamos mucho, como cuando éramos jóvenes. A mi no me costó, nunca había bajado mi dosis. Puede notar que para él sí aquello significó un quiebre. 
Me despedí y me fui antes de que perdiera la consciencia y ya no fuera capaz de abrirme. Me fui antes de que empezara a vomitar, para evitar sentirme responsable.
“Él era el que me cuidaba antes…”
Jamás voy a volver a esa casa tan limpia, tan bien decorada, tan triste. Esa casa era un presente muerte, aniquilado, pudriéndose de adentro para afuera. Esa casa no tenía pasado ni futuro. Me asustó, la odié.
Y mi amigo… Mi ex amigo, estaba tan muerto como su casa.

Me fui derecho a un bar. Pensé en pedir más vodka, para no mezclar, pero terminé decidiéndome por una cerveza. Bien fría. Claro que sí. Necesitaba algo frío.
Me dediqué a hacer notas mentales sobre el cuento que estaba escribiendo. Me senté al lado de cada uno de los personajes y los dejé hablar. Algunos me sorprendían, otros eran tan yo que me fastidiaban. 
“Tengo que conseguir que salgan de ese embrollo…”
“Mmm… ¿Y por qué no hacés que me encuentre con un viejo amigo del secundario, para que eso tuerza mi ruta? Puede parecer un episodio casual, pero luego descubriríamos que ese amigo, en realidad…”
-Su cerveza…
-Gracias.
No levanté la vista. Si veía al tipo a los ojos iba a tener que matarlo. Me había robado mi pequeño espacio de felicidad. Si te roban las voces cuesta volver a encontrarlas. Cuando lográs que tus personajes salgan bien a la superficie el riesgo es que ellos empiezan a ser más sensibles a tu realidad. Si algo los perturba salen disparados hacia el interior, muy asustados, como un perro con la cola entre las patas. Hay que tener paciencia para que vuelvan. No queda otra. 
Ya sin compañía me entregué a la cerveza. Me habían traído también unas papitas rancias. Eso no me prohibió comerlas.

Cuando levanté la vista para pedir la tercer cerveza la vi. Estaba unas mesas a la derecha y me miraba fijo. Se notaba que iba drogada: las pupilas muy dilatas, la sonrisa sexy pero atontada. El color en las mejillas. El brillo. Mierda, brillaba demasiado. Nunca había visto que alguien brillara así.
Se levantó y se acercó hasta mi.
Llevaba un buzo que le dejaba al descubierto los hombros. Las mangas largas, ocultándole las manos. Un pantalón roto en varios sitios.
-¿Qué es lo que hace que una buena historia sea buena? –preguntó. Su voz era aguda pero no resultaba irritante.
-No tengo la menor idea, me gustaría saberlo.
Se sentó a mi lado. No paraba de mirarme. 
-¿Te diste cuenta de que la única forma que tenemos de mirarnos a nosotros mismos es recurriendo a una superficie espejada?

Nunca voy a saber si era un albergue transitorio o si era su casa: estábamos en una habitación pequeña, en una cama pequeña. Ella sobre mi, cabalgando, extasiada, desnuda, sin dejar de brillar y brillar, lastimándome la vista.
Gritaba. El pelo se le pegaba a la cara. Tenía unos aros con una forma muy extraña. 
La ventana me mostraba un cielo super estrellado. Pude adivinar que estábamos en un piso muy alto.
Cada detalle era magnífico y vivo en si mismo: ninguno necesitaba del otro para significar, pero a la vez su esencia era ser un eslabón dentro de una cadena de conceptualización hermosa.
Todos mis personajes, que quizás eran uno, bailaban alrededor: coincidíamos en tiempo, espacio y realidad por unos instantes. El Instante Absoluto.

Acabé.
Acabamos. Yo gritaba pero escuchaba su voz, mi cuerpo se retorcía en espasmos y sentía sus dedos desgarrándome. Era yo, afuera de mi.
Expandimos conciencia.
Ella se levantó de un salto. Sus pupilas estaban más que dilatas. Se reía. 
-¡Ahora sé por qué te eligieron!
Me incorporé sobre los codos. Algo se escurría de mi mente, algo me abandonaba. Empezaba la resaca, el Mundo Calesita, la presión en la cien. 
-¿Qué decís?
Estiró la mano, ofreciéndome un pequeño sobre que no sé de dónde sacó.
Lo tomé, con algo de duda. Lo abrí y miré en su interior. La luz era mortecina y amarillenta pero pude leer.
Se me hizo un nudo en el estómago.
-¿Así de simple? –pregunté, al tiempo que sentía que volvía a ser vulnerable, tonto, confuso, mortal. Humano.
Ella se encogió de hombros, burlona. 
-El resto sobra.
Acto seguido corrió hacia la ventana y se arrojó. 
No rompió el cristal. O no había cristal.

Al otro día, en el subte, volví a ver a mi amigo de la secundaria. Sé que me vio. Los dos nos esquivamos sin intentar ser disimulados. Miré por la ventana. 
Por momentos, cuando la luz era la adecuada, podía verlo reflejado... Él, el que una vez me había salvado la vida.
“Si vas a escribir tenés que morirte…” 
Ahora me daba la espalda. Se notaba agotado. 
Dejé de mirarlo. Me vi a mi. Me vi en mis pupilas.
Y dentro de las pupilas de mi  yo reflejado.
Ansiaba llegar de una vez por todas: necesitaba terminar el cuento.

Unas semanas después estaba con el Director de la revista, que asentía orgulloso. Llevaba una copia del cuento en una de sus manos.
Yo estaba de pepa. 
-Lo hiciste de nuevo… Es una buena historia… Pasá a buscar tu cheque el martes.
-Genial.
Me levanté y me dirigí a la puerta, para marcharme. Cuando puse la mano sobre el picaporte el otro dijo:
-¿Cómo lo hacés?
Parecía una pregunta sincera.
Lo miré. Detrás suyo había un espejo.
-¿A qué se refiere?
-¿Cómo hacés para llegar a esos finales? No sé cómo decirte… Todo se fue a la mierda… Nunca me imaginé… 
Movía las manos, excitado, tratando de explicar algo que yo sabía que nunca iba a poder explicar.
Me metí la mano en el bolsillo y apreté el pequeño sobre, para darme coraje, para aguantar otro día.
Es fácil. El resto sobra.
Decía (dice, dirá, para siempre):
“FIN”

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