Sólo me sé chistes que tienen a Jesús de protagonista
Y cuando me giro porque acabo de acordarme el chiste que
hizo que estuviera distraído cuando llegaste me doy cuenta de que ya te fuiste,
y no puedo saber si te fuiste porque yo estaba en otro lado o si fue porque me
viste demasiado cerca y aunque intento decirme que metí la pata, me río, porque
me sale acordarme un único momento, un único instante, congelado, como si el
director de la función, muy ofuscado (copa en mano) hubiera interrumpido la
escena, enojado, con ese enojo que sólo trasluce una verdad: lo estamos
haciendo demasiado bien y eso no le gusta... a nadie le gusta; un segundo de
esos que seguro estarían retratados en una foto si existiera un fotógrafo para
cada vida, para llenar un álbum que quizás visitemos ante la chimenea de la
eternidad, en alguna ocasión y sin saber lo que hacemos, hasta que, tarde o
temprano, porque las noches no son eternas, nos topemos con la foto en la que
estamos dormidos, junto al fuego, con un libro lleno de imágenes olvidado en
las rodillas… imagino el momento en el que tu fotógrafo choca con el mío, ambos
muy abstraídos, haciendo su trabajo, y me pregunto algunas cosas que capaz te
preguntás cuando no te das cuenta de las cosas que pensás, preguntas que quizás
figuran en esa libreta donde la mano anota lo que los sentidos repiten, por no
poder decodificar:
“¿disfrutan haciendo su trabajo?”/
“¿se enamorarán?”
pregunto, fascinado (otra vez), por las implicancias de una
respuesta positiva o una negativa; ese momento estático que podría ser la
viñeta de un cómic que viniera con instrucciones muy claras de ser leído un
viernes por la noche, con el corazón desbocado, y soñar con ese momento épico,
obviando las caras de los potenciales protagonistas, para poner dos recortadas
de las revistas de chusmerío interno, donde siempre hay un rostro en común, y
el que no sabe de lo que se habla que se resigne a pasar de largo, porque sería
absurdo explicarle que hay viñetas que uno se tatuaría, para, siempre, poder
volver a ver; ese segundo que sucede cuando ya no estamos rindiendo examen, ni
prestando demasiada atención, cuando no tenemos que estar pendientes de que
cualquier idiotez puede ser utilizada en un tramposo y egoísta parcial, ese
segundo de recreo pleno, donde las cosas se conocen con la temerosidad del
científico que mezcla sustancias y, ante la eventual explosión, se coloca
antiparras, con una ingenuidad tan genuina que lastima, porque después se hace
rutina, sí, incluso eso, y lo sabés; ese momento en el que uno puede manejar de
modo consciente funciones que siempre son de robot, y te decidís a respirar
sólo el aire del otro, llenando pulmones, vida, dando el beso más apasionado
del mundo, que de pronto es un suspiro delator; ese segundo en el que tu auto y
el mío son compactados, porque no hay mucho lugar donde ir, y las chatarras se
unifican hasta que conforman un pequeño cubo, con ambos motores fundidos en
uno, con las radios balbuceando, en armonía, el mismo tema, o uno muy parecido;
ese momento en que se destapa la botella que es la visagra al quiebre, y no hay
mucho más para perder: los hombros encogidos y la sonrisa triunfal de un
perdedor; ese segundo en el que la ecuación más larga, de pronto, se empieza a
simplificar, leyendo desde el signo igual, para ambos lados, de modo
equivalente… y, de pronto, sólo quedan los signos, pero los números están todos
tachados;
ese momento (clave, esencial, obra maestra en algún museo en
ruinas) te muestra inclinada hacia mi, casi despreocupada, mientras percibo una
banda sonora que encaja a la perfección… y me contás algo que me da mucha risa
algo que
otra vez
empiezo
a
olvidar.
Algo que
quizás
nunca escuché de verdad.
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