11 Flores Violetas para el Funeral de un Conejo Blanco
[El siguiente relato se pulicará por partes. La presenté es la parte 1 de 3]
I.
Me despertó un bocinazo. Esa clase
de bocinazo largo, histérico, psicótico. El equivalente a una puteada en el
trastornado mundo de los automovilistas. Lo escuché de lejos, amortiguado, pero
así y todo pude entender su naturaleza y deducir que se trataría de un camión.
La imagen que me vino a la mente fue la de un tipo gordo, gesticulando,
escupiendo, con algunos dientes menos, casi calvo, desprolijo, de brazos
peludos, camiseta blanca, sucia, sudada… el prototipo: siempre termino en el
maldito prototipo. A veces me fastidia mi falta de imaginación.
Lo primero que vi cuando abrí los
ojos fue a mamá e instantáneamente se me hizo un nudo en el estómago. Percibí
un olor extraño y familiar. Me desorientó la posición en la que estaba la cama
en la que me encontraba acostado. Observé la ventana cerrada, la lámpara, la
televisión apagada. Supe dos cosas de inmediato: era de noche y esa no era mi
habitación.
Paredes blancas, no el poster de
Delta Whitte, mi actriz porno favorita… paredes blancas, no el poster rotoso de
“Alicia en el país de las maravillas” que había robado de un video club hace
unos años…
Paredes blancas… claro, otra vez en
el hospital. Me llevé una mano a la frente, molesto, y no me sorprendió ver la
tira que apretaba mi muñeca.
—La última vez que estuve en un
hospital pasé once días sin tener una erección… no sé qué me inyectan pero no
me agrada —mi propia voz me sonaba pastosa, sentí ganas de escupir pero no supe
dónde. De haber estado solo hubiera escupido en el suelo.
—Tampoco es tan importante una
erección —susurró mamá, con tranquilidad.
Sentí el calor subiéndome por las
mejillas… sentí la reacción natural del cuerpo, pero no sentí vergüenza. Puedo
hablar de erecciones con cualquier persona. De hecho recuerdo haber hablado de
erecciones con seres inanimados.
—Por no poder tener una erección me
peleé con Cecilia…
—¿En serio?
La miré. No sé por qué no tuve la
suerte de nacer con su mismo color de ojos. Un verde como apagado, más hermoso
que cualquier otra cosa. Yo comparo esos ojos con la fotografía de un paisaje
de esos que transmiten paz e inquietud. Una plaza vacía en un día nublado.
—No me imaginaba que Cecilia fuera
de la clase de chica que deja a alguien porque no tenga una erección… —siguió
mamá.
—No dije que me dejó… dije que nos
peleamos… me pareció muy hipócrita que ella me dijera que una erección no era
importante.
—Hay muy buenas formas de suplantar
a un pene…
—Eso es ridículo —exclamé
interrumpiéndola. Con un poco de dificultad logré incorporarme y arrastré la
espalda por la pared hasta quedar sentado—. Mamá, Cecilia y yo tenemos 17 años,
necesitamos sexo de verdad… sino alguien termina frustrado…
Tuve un leve mareo, me tomé una
pausa bastante larga antes de continuar. Cada célula de mi ser sintió repulsión
por ese lugar asqueroso, monótono y exageradamente pálido.
—No digo que no crea en la fuerza
de los consoladores, sólo digo que esa es una religión para la que soy muy
joven —lo solté todo muy rápido. La rematé yendo al grano—. Quiero… Necesito
tenerla dura y sentir que estoy entrando en alguien… es así de simple y punto.
Mamá se encogió de hombros dejando
ver que me entendía pero que no compartía mi punto de vista. Eso no me gusta de
las madres… eso de “hace lo que quieras” es una maniobra psicológica que
implica una gran dósis de mala leche.
Nos quedamos un rato en silencio.
Aproveché para pensar en Cecilia. Me pregunté si en ese momento estaba acostada
con alguien. La imaginé semidesnuda, besando otro cuerpo. Para mi sorpresa no
sentí odio, sino que una enorme tristeza.
—¿Por qué te quisiste suicidar? —me
preguntó mamá sacándome (gracias a Dios, Buda, Isis) de mis pensamientos.
—¿Otra vez lo mismo?... Yo…
Me quedé mudo: mamá tenía dos
enormes orejas de conejo, blancas, que parecían brotarle del cuero cabelludo.
Una serie de imágenes invadieron mi
mente: un perro ladrando furioso, un gancho difícil de destrabar, una ruta, el
sol imponente, caras sorprendidas, césped, espacio amplio, verde, verde, más
sol, gris, líneas amarillas, sangre en las zapatillas que más me gustan, rojo,
sol, ruta, verde…
Sacudí la cabeza con fuerza. Al
lado de mi cama sólo había una silla vacía. Mamá no estaba.
Mi mamá había muerto hacía cinco
años, en un accidente de tránsito.
Estaba solo en la habitación. Al
menos no era una habitación compartida.
“¿Y Luciana?”.
Mi hermana siempre era la primera
en estar cuando yo estaba en el hospital. Me fastidiaba bastante, pero en ese
momento deseé que estuviera para que me contara sobre sus obras de teatro y
esas cosas.
Miré el reloj circular, insípido,
como todo allí, que colgaba de la pared. Eran las nueve en punto. Suspiré.
Cerré los ojos y de pronto me sentí caer. Los volví a abrir con brusquedad.
Caer…
Caer, las flores acercándose a toda
velocidad…
Todo encajó a la perfección. El
corazón se me aceleró.
“¿En serio causé yo todo eso?”.
Unos minutos después descubrí la
nota que había sobre la mesa de luz. Sí, soy muy despistado. En la primaria
siempre me olvidaba la mochila y recién lo notaba cuando estaba por llegar a
casa.
Volví a sentir la boca pastosa.
Tic- tac… tic- tac…
Del exterior llegó el ruido de un
camión que pasaba a gran velocidad.
Escupí en el piso.
II.
Luciana y yo tenemos una buena obra
social. Es una de las pocas cosas buenas que pudo darnos mi viejo. Y no me
importa como suene esto y menos me importa las conclusiones que saquen sobre
mi: nunca, jamás, pisaría un hospital público. Lo hice una sola vez, cuando
tenía siete años, y tuve pesadillas por meses. Pasillos interminables,
laberínticos… gente, mucha gente, quejidos, decadencia, ropa rota, rostros sucios, muertos vivos, una
recepcionista con un tic nervioso, mucha
infección, podridos, gusanos, médicos con cara de pervertidos… y brujas, brujas
detrás de las paredes, seguro, frotándose con escobas, maldiciendo a los recién
nacidos, torturando a los agonizantes… Moho en el techo de las habitaciones… y
el olor…
Es definitivo, jamás voy a volver.
Mi ropa estaba pulcramente doblada
en el baño. Me vestí sin prisa (las zapatillas manchadas, náuseas), eché una
meada larga y me miré en el espejo.
Tenía dos grandes moretones bajo los ojos. Casi parecía un antifaz.
—A la mierda —solté y me empecé a
tocar la cabeza en busca del golpe… para mi sorpresa no lo encontré. En ese instante
comprendí que la lesión era mucho más grave de lo que yo podía imaginar… pero
no me importó.
Escuché que la puerta de la
habitación se abría. Me preparé para el circo de los doctores al que tan
acostumbrado estaba. Largué un bufido que procuré que se escuchara para el
recién llegado y cerré de un manotazo la puerta del baño.
Esperaba que alguien me dirigiera
la palabra. Esbocé mi mejor insulto, lo adorné, me sentí orgulloso de él… pero
no pude parirlo.
“Lo lógico es que me pregunten si
estoy bien”, pensé, indignado y frustrado al cabo de unos minutos. Agudicé el
oído: era evidente que alguien había entrado… alguien con mucha paciencia.
Salí del baño con violencia. Me desconcertó un poco ver sentada sobre la
cama a una enfermera joven. Siempre me había tocado lidiar con enfermeras y
médicos mucho más grandes… y sobre todo en las guardias nocturnas, así que esa
chica era toda una rareza. Sin embargo no alcanzó para que yo cerrara mi
bocota.
—¡Podría haber estado desmayado ahí
adentro! ¡O muerto! Si me hubiera caído y me hubiera golpeado ya estaría
desangrado… Se supone que si estoy acá es porque estoy débil… ¡O enfermo! O
algo… Y tendrían que preocuparse…
Me quedé en el lugar, respirando
agitado, con los puños cerrados.
La chica me miró con una gran sonrisa.
Dos cosas me llamaron la atención: Sus tetas de tamaño más que considerable y
una cicatriz de unos diez centímetros que le surcaba el cuello en el lado
izquierdo.
—¿Y si te hubieras muerto, qué? —soltó
ella con una voz dulce, llena de armonía—. Estas acá porque saltaste del
segundo piso de tu casa… ¿Por qué te quisiste matar?
—¡No me quise matar!
—Y no es la primera vez que entrás
por algo así…
No despegaba sus ojos burlones de
los míos.
—Nunca me quise matar…
Ella asintió, pensativa.
—Entiendo —exclamó—. ¿Entonces?
¿Por qué te quisiste matar?
Negué con la cabeza, resignado,
sabiendo que sería inútil seguir con esa conversación. Me crucé de brazos y me
apoyé en una de las paredes. Creo que fingí más enojo del que realmente sentía.
Centré mi vista en la cicatriz de la chica, para hacerla sentir incómoda.
Latía.
—Está bien, no me cuentes… —dijo
ella sin perder la cordialidad y la sonrisa. Tomó unos papeles y una lapicera
que estaban a su lado—. El médico sugirió que te quedaras para que te hagan una
tomografía mañana… Pero supongo que te vas a escapar, ¿no?
—Sí.
—Me alegro… Sos menor de edad y el
hospital puede tener problemas si te vas… —miró algo en los papeles,
concentrada—. Si igual te interesa hacerte la tomografía podés venir pasado
mañana que está el médico encargado…. Es decir… El 13 de Noviembre a partir de…
—No voy a venir —la interrumpí. Me
miró y se pasó la lengua por los labios.
—Te lo digo porque capaz querés
cuidar tu salud… —y agregó con burla:—. Ya que vos no querés morirte…
—No dije que no quería morirme… —le
retruqué—. Dije que no quise ni quiero matarme…
La chica largó una carcajada y se
incorporó. Se alisó el uniforme y pude ver que el prendedor en el que se leía
su nombre estaba tachado con brusquedad y sólo se veía la primer letra: una K.
Guardó la lapicera y los papeles en
uno de sus bolsillos y de otro sacó una enorme jeringa y un pequeño gotero.
Al ver eso debo admitir que me
alarmé. Me despegué de la pared y retrocedí unos pasos. Varios malos finales se
me cruzaron por la cabeza.
—Tranquilo… —dijo K., al tiempo que
empezaba a llenar la jeringa.
No supe qué hacer ni qué decir. Me
quedé observándola como un idiota, contando gotas, evaluando la posibilidad de
salir corriendo o tomar la silla para usarla como arma de defensa… O…
Pero me limité a contar,
estupefacto… Nunca me hipnotizaron y no permitiría que alguien lo hiciera… Pero
supongo que el estado debe ser parecido.
Siete gotas, ocho gotas, nueve
gotas, diez gotas, once gotas.
Guardó el gotero.
—Brindo por vos y por todos los
cobardes del Mundo —exclamó y se clavó la aguja en el brazo, sin dudarlo.
Miré para otro lado, por instinto.
Cuando volví a ver la jeringa había desaparecido. El rostro de la enfermera
estaba más brillante y la cicatriz le latía con más fuerza.
—No voy a avisar a nadie que te vas… Pero los favores se
pagan con favores… Antes de irte dejá esto en la habitación 56…
Metió la mano donde había metido las hojas hacía unos
minutos y sacó un sobre.
Sin ser muy conciente de lo que hacía, lo agarré.
—Pero…
Se llevó el índice a los labios. Una enfermera indicando
silencio. Me causó risa.
Se acercó y me dio un beso en la mejilla. Cuando lo hizo,
sus tetas rozaron mi pecho.
Me sentí desorientado pero al menos tenía una erección…
Y eso era bueno.
5 Diálogos:
no lo puedo creer estas haciendo milagros me hiciste leerr, siento q me tiraste un chorro de agua bendita en los ojos. porfi subi mas
pelotuda anonima pedadazo dfjkasdfjka jajajaj me estan cambiando la vida con ustedes descubri el "reenviar a todos" y la fucking puta opcion anonimooooo
por favoooorrrr!!! subi las partes que faltaaaaannnn!!!! de lo contrario puedo llegar a moriiiiiirrr!!!!! jajaja!!
exelente ...pofi subi massssss....no voy a poder dormir.....
sabemos donde vivis!!
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