11 Flores violetas...

20 mar 2010

11 Flores Violetas para el Funeral de un Conejo Blanco



[El siguiente relato se pulicará por partes. La presenté es la parte 1 de 3]


I.

Me despertó un bocinazo. Esa clase de bocinazo largo, histérico, psicótico. El equivalente a una puteada en el trastornado mundo de los automovilistas. Lo escuché de lejos, amortiguado, pero así y todo pude entender su naturaleza y deducir que se trataría de un camión. La imagen que me vino a la mente fue la de un tipo gordo, gesticulando, escupiendo, con algunos dientes menos, casi calvo, desprolijo, de brazos peludos, camiseta blanca, sucia, sudada… el prototipo: siempre termino en el maldito prototipo. A veces me fastidia mi falta de imaginación.
Lo primero que vi cuando abrí los ojos fue a mamá e instantáneamente se me hizo un nudo en el estómago. Percibí un olor extraño y familiar. Me desorientó la posición en la que estaba la cama en la que me encontraba acostado. Observé la ventana cerrada, la lámpara, la televisión apagada. Supe dos cosas de inmediato: era de noche y esa no era mi habitación.
Paredes blancas, no el poster de Delta Whitte, mi actriz porno favorita… paredes blancas, no el poster rotoso de “Alicia en el país de las maravillas” que había robado de un video club hace unos años…
Paredes blancas… claro, otra vez en el hospital. Me llevé una mano a la frente, molesto, y no me sorprendió ver la tira que apretaba mi muñeca.  
—La última vez que estuve en un hospital pasé once días sin tener una erección… no sé qué me inyectan pero no me agrada —mi propia voz me sonaba pastosa, sentí ganas de escupir pero no supe dónde. De haber estado solo hubiera escupido en el suelo.
—Tampoco es tan importante una erección —susurró mamá, con tranquilidad.
Sentí el calor subiéndome por las mejillas… sentí la reacción natural del cuerpo, pero no sentí vergüenza. Puedo hablar de erecciones con cualquier persona. De hecho recuerdo haber hablado de erecciones con seres inanimados.
—Por no poder tener una erección me peleé con Cecilia…
—¿En serio?
La miré. No sé por qué no tuve la suerte de nacer con su mismo color de ojos. Un verde como apagado, más hermoso que cualquier otra cosa. Yo comparo esos ojos con la fotografía de un paisaje de esos que transmiten paz e inquietud. Una plaza vacía en un día nublado.
—No me imaginaba que Cecilia fuera de la clase de chica que deja a alguien porque no tenga una erección… —siguió mamá.
—No dije que me dejó… dije que nos peleamos… me pareció muy hipócrita que ella me dijera que una erección no era importante.
—Hay muy buenas formas de suplantar a un pene…
—Eso es ridículo —exclamé interrumpiéndola. Con un poco de dificultad logré incorporarme y arrastré la espalda por la pared hasta quedar sentado—. Mamá, Cecilia y yo tenemos 17 años, necesitamos sexo de verdad… sino alguien termina frustrado…
Tuve un leve mareo, me tomé una pausa bastante larga antes de continuar. Cada célula de mi ser sintió repulsión por ese lugar asqueroso, monótono y exageradamente pálido.
—No digo que no crea en la fuerza de los consoladores, sólo digo que esa es una religión para la que soy muy joven —lo solté todo muy rápido. La rematé yendo al grano—. Quiero… Necesito tenerla dura y sentir que estoy entrando en alguien… es así de simple y punto.
Mamá se encogió de hombros dejando ver que me entendía pero que no compartía mi punto de vista. Eso no me gusta de las madres… eso de “hace lo que quieras” es una maniobra psicológica que implica una gran dósis de mala leche.
Nos quedamos un rato en silencio. Aproveché para pensar en Cecilia. Me pregunté si en ese momento estaba acostada con alguien. La imaginé semidesnuda, besando otro cuerpo. Para mi sorpresa no sentí odio, sino que una enorme tristeza.
—¿Por qué te quisiste suicidar? —me preguntó mamá sacándome (gracias a Dios, Buda, Isis) de mis pensamientos.
—¿Otra vez lo mismo?... Yo…
Me quedé mudo: mamá tenía dos enormes orejas de conejo, blancas, que parecían brotarle del cuero cabelludo.
Una serie de imágenes invadieron mi mente: un perro ladrando furioso, un gancho difícil de destrabar, una ruta, el sol imponente, caras sorprendidas, césped, espacio amplio, verde, verde, más sol, gris, líneas amarillas, sangre en las zapatillas que más me gustan, rojo, sol, ruta, verde…
Sacudí la cabeza con fuerza. Al lado de mi cama sólo había una silla vacía. Mamá no estaba.
Mi mamá había muerto hacía cinco años, en un accidente de tránsito.
Estaba solo en la habitación. Al menos no era una habitación compartida.
“¿Y Luciana?”.
Mi hermana siempre era la primera en estar cuando yo estaba en el hospital. Me fastidiaba bastante, pero en ese momento deseé que estuviera para que me contara sobre sus obras de teatro y esas cosas.
Miré el reloj circular, insípido, como todo allí, que colgaba de la pared. Eran las nueve en punto. Suspiré. Cerré los ojos y de pronto me sentí caer. Los volví a abrir con brusquedad.
Caer…
Caer, las flores acercándose a toda velocidad…
Todo encajó a la perfección. El corazón se me aceleró.
“¿En serio causé yo todo eso?”.
Unos minutos después descubrí la nota que había sobre la mesa de luz. Sí, soy muy despistado. En la primaria siempre me olvidaba la mochila y recién lo notaba cuando estaba por llegar a casa.
Volví a sentir la boca pastosa.
Tic- tac… tic- tac…
Del exterior llegó el ruido de un camión que pasaba a gran velocidad.
Escupí en el piso.

II.  

Luciana y yo tenemos una buena obra social. Es una de las pocas cosas buenas que pudo darnos mi viejo. Y no me importa como suene esto y menos me importa las conclusiones que saquen sobre mi: nunca, jamás, pisaría un hospital público. Lo hice una sola vez, cuando tenía siete años, y tuve pesadillas por meses. Pasillos interminables, laberínticos… gente, mucha gente, quejidos, decadencia,  ropa rota, rostros sucios, muertos vivos, una recepcionista  con un tic nervioso, mucha infección, podridos, gusanos, médicos con cara de pervertidos… y brujas, brujas detrás de las paredes, seguro, frotándose con escobas, maldiciendo a los recién nacidos, torturando a los agonizantes… Moho en el techo de las habitaciones… y el olor…
Es definitivo, jamás voy a volver.
Mi ropa estaba pulcramente doblada en el baño. Me vestí sin prisa (las zapatillas manchadas, náuseas), eché una meada larga y me miré en el  espejo. Tenía dos grandes moretones bajo los ojos. Casi parecía un antifaz.
—A la mierda —solté y me empecé a tocar la cabeza en busca del golpe… para mi sorpresa no lo encontré. En ese instante comprendí que la lesión era mucho más grave de lo que yo podía imaginar… pero no me importó.
Escuché que la puerta de la habitación se abría. Me preparé para el circo de los doctores al que tan acostumbrado estaba. Largué un bufido que procuré que se escuchara para el recién llegado y cerré de un manotazo la puerta del baño.
Esperaba que alguien me dirigiera la palabra. Esbocé mi mejor insulto, lo adorné, me sentí orgulloso de él… pero no pude parirlo.
“Lo lógico es que me pregunten si estoy bien”, pensé, indignado y frustrado al cabo de unos minutos. Agudicé el oído: era evidente que alguien había entrado… alguien con mucha paciencia.
  Salí del baño con violencia. Me desconcertó un poco ver sentada sobre la cama a una enfermera joven. Siempre me había tocado lidiar con enfermeras y médicos mucho más grandes… y sobre todo en las guardias nocturnas, así que esa chica era toda una rareza. Sin embargo no alcanzó para que yo cerrara mi bocota.
—¡Podría haber estado desmayado ahí adentro! ¡O muerto! Si me hubiera caído y me hubiera golpeado ya estaría desangrado… Se supone que si estoy acá es porque estoy débil… ¡O enfermo! O algo… Y tendrían que preocuparse…
Me quedé en el lugar, respirando agitado, con los puños cerrados.
La chica me miró con una gran sonrisa. Dos cosas me llamaron la atención: Sus tetas de tamaño más que considerable y una cicatriz de unos diez centímetros que le surcaba el cuello en el lado izquierdo.
—¿Y si te hubieras muerto, qué? —soltó ella con una voz dulce, llena de armonía—. Estas acá porque saltaste del segundo piso de tu casa… ¿Por qué te quisiste matar?
—¡No me quise matar!
—Y no es la primera vez que entrás por algo así…
No despegaba sus ojos burlones de los míos.
—Nunca me quise matar…
Ella asintió, pensativa.
—Entiendo —exclamó—. ¿Entonces? ¿Por qué te quisiste matar?
Negué con la cabeza, resignado, sabiendo que sería inútil seguir con esa conversación. Me crucé de brazos y me apoyé en una de las paredes. Creo que fingí más enojo del que realmente sentía. Centré mi vista en la cicatriz de la chica, para hacerla sentir incómoda. Latía.
—Está bien, no me cuentes… —dijo ella sin perder la cordialidad y la sonrisa. Tomó unos papeles y una lapicera que estaban a su lado—. El médico sugirió que te quedaras para que te hagan una tomografía mañana… Pero supongo que te vas a escapar, ¿no?
—Sí.
—Me alegro… Sos menor de edad y el hospital puede tener problemas si te vas… —miró algo en los papeles, concentrada—. Si igual te interesa hacerte la tomografía podés venir pasado mañana que está el médico encargado…. Es decir… El 13 de Noviembre a partir de…
—No voy a venir —la interrumpí. Me miró y se pasó la lengua por los labios.
—Te lo digo porque capaz querés cuidar tu salud… —y agregó con burla:—. Ya que vos no querés morirte…
—No dije que no quería morirme… —le retruqué—. Dije que no quise ni quiero matarme…
La chica largó una carcajada y se incorporó. Se alisó el uniforme y pude ver que el prendedor en el que se leía su nombre estaba tachado con brusquedad y sólo se veía la primer letra: una K.
Guardó la lapicera y los papeles en uno de sus bolsillos y de otro sacó una enorme jeringa y un pequeño gotero.
Al ver eso debo admitir que me alarmé. Me despegué de la pared y retrocedí unos pasos. Varios malos finales se me cruzaron por la cabeza.
—Tranquilo… —dijo K., al tiempo que empezaba a llenar la jeringa.
No supe qué hacer ni qué decir. Me quedé observándola como un idiota, contando gotas, evaluando la posibilidad de salir corriendo o tomar la silla para usarla como arma de defensa… O…
Pero me limité a contar, estupefacto… Nunca me hipnotizaron y no permitiría que alguien lo hiciera… Pero supongo que el estado debe ser parecido.
Siete gotas, ocho gotas, nueve gotas, diez gotas, once gotas.
Guardó el gotero.
—Brindo por vos y por todos los cobardes del Mundo —exclamó y se clavó la aguja en el brazo, sin dudarlo.
Miré para otro lado, por instinto. Cuando volví a ver la jeringa había desaparecido. El rostro de la enfermera estaba más brillante y la cicatriz le latía con más fuerza.
—No voy a avisar a nadie que te vas… Pero los favores se pagan con favores… Antes de irte dejá esto en la habitación 56…
Metió la mano donde había metido las hojas hacía unos minutos y sacó un sobre.
Sin ser muy conciente de lo que hacía, lo agarré.
—Pero…
Se llevó el índice a los labios. Una enfermera indicando silencio. Me causó risa.
Se acercó y me dio un beso en la mejilla. Cuando lo hizo, sus tetas rozaron mi pecho.
Me sentí desorientado pero al menos tenía una erección…
Y eso era bueno.

[continúa]

5 Diálogos:

cell dijo...

no lo puedo creer estas haciendo milagros me hiciste leerr, siento q me tiraste un chorro de agua bendita en los ojos. porfi subi mas

Anónimo dijo...

pelotuda anonima pedadazo dfjkasdfjka jajajaj me estan cambiando la vida con ustedes descubri el "reenviar a todos" y la fucking puta opcion anonimooooo

Anónimo dijo...

por favoooorrrr!!! subi las partes que faltaaaaannnn!!!! de lo contrario puedo llegar a moriiiiiirrr!!!!! jajaja!!

Anónimo dijo...

exelente ...pofi subi massssss....no voy a poder dormir.....

Anónimo dijo...

sabemos donde vivis!!